Por Marina Duarte Publicado en Cultura atemporal en 25 septiembre, 2025 0 Comentarios
Hay versos que parecen escritos con tinta de siglos y, sin embargo, se leen como si fueran susurros al oído en una noche insomne. Los poemas de San Juan de la Cruz pertenecen a esa rara estirpe. Nacidos en la penumbra de cárceles y conventos, conservan una frescura que atraviesa el tiempo.
El lector contemporáneo, marcado por la ansiedad y la dispersión, encuentra en ellos una extraña compañía: no una receta inmediata para aliviar el malestar, sino una voz que recuerda que el silencio y la interioridad son territorios fértiles donde la vida puede recomenzar.
En un mundo que exige rapidez y ruido, San Juan propone la quietud como senda. Su poesía no pretende evadir la oscuridad; al contrario, la nombra, la habita, y en ella descubre una llama escondida. Esa misma paradoja —que del vacío brote plenitud, que de la noche surja claridad— hace que sus versos sigan siendo un bálsamo inesperado para nuestra época.
San Juan de la Cruz (1542–1591) no escribió desde el sosiego, sino desde la persecución y la prueba. Encarcelado por sus intentos de reforma de la orden carmelita, pasó meses en una celda oscura, casi sin alimento ni abrigo. Fue allí donde compuso algunos de sus cantos más luminosos.
La “Noche oscura del alma” no es solo el relato de un creyente que atraviesa pruebas espirituales. Es también la expresión de un desierto humano que cualquiera puede reconocer: el vacío, la soledad, la sensación de extravío. En sus versos, la noche se convierte en metáfora de un tránsito doloroso, pero también en anuncio de un encuentro más hondo.
Para el poeta carmelita, el silencio no es un hueco estéril, sino una plenitud callada. La ansiedad moderna se alimenta de lo contrario: pantallas, notificaciones, un flujo constante de estímulos que impide reposar. San Juan propone una vía distinta: la plenitud se alcanza en la renuncia al ruido.
Este silencio no es evasión, sino apertura. Un espacio donde lo esencial puede hablar sin estridencias. Allí se revela que lo verdaderamente transformador no se encuentra fuera, sino en lo profundo.
La noche de San Juan no es derrota, sino umbral. El alma, despojada de todo lo que la sostenía, experimenta un vacío que parece insoportable. Pero en esa desnudez descubre un camino de purificación y de encuentro.
La ansiedad contemporánea comparte algo de esa experiencia: sentirse atrapado en un estado de oscuridad sin salida. San Juan enseña que esa noche puede ser tránsito y no condena, un pasaje que abre a otra claridad. El vacío, lejos de ser solo carencia, puede convertirse en matriz de transformación.
Uno de los encantos de su obra es el modo en que utiliza imágenes de amor humano para hablar de lo divino. El alma es la amada que busca al amado, lo espera, lo pierde y lo encuentra. Aparecen jardines, ciervos, fuentes, llamas: símbolos que hacen palpable lo invisible.
Incluso un lector no creyente puede reconocer en esas metáforas la huella de un deseo universal: la sed de plenitud que habita en todo corazón humano.
La ansiedad es, en cierto modo, deseo sin cauce. Deseo de abarcarlo todo, de controlarlo todo, de no perder nada. San Juan propone otra ruta: orientar el deseo hacia lo esencial, concentrarlo en lugar de dispersarlo.
En su “Cántico espiritual”, cuando describe el paso del amado por los sotos dejando “mil gracias derramando”, nos invita a mirar más allá de las urgencias inmediatas. El deseo, cuando se concentra en lo que realmente colma, deja de ser ansiedad y se vuelve impulso sereno.
La “llama de amor viva” es uno de sus símbolos más conocidos. Es fuego que quema, pero que a la vez ilumina y consuela. Frente a la frialdad del vacío, esa llama representa la certeza de que en lo más íntimo puede encenderse un centro inextinguible.
La ansiedad moderna, que tantas veces nace de la sensación de estar desgajados, encuentra aquí una clave: la verdadera unidad no viene de fuera, sino de un fuego interior cultivado en silencio.
La poesía de San Juan puede traducirse en gestos que siguen siendo válidos hoy:
No son fórmulas técnicas, sino orientaciones de vida que ayudan a habitar la fragilidad sin miedo.
Que un carmelita del siglo XVI siga inspirando a lectores del XXI demuestra que su poesía toca fibras universales. No habla solo de un itinerario religioso, sino de un viaje humano que atraviesa la oscuridad y busca la plenitud.
La ansiedad contemporánea reclama remedios rápidos. San Juan recuerda que la verdadera serenidad se alcanza en procesos lentos, en noches largas que preparan un amanecer distinto. Su voz nos enseña paciencia en un tiempo que solo quiere inmediatez.
Quizá por eso sus versos siguen vivos: porque no prometen escapar de la oscuridad, sino aprender a caminar en ella hasta que, de pronto, surge una luz inesperada. En un mundo que nos arrastra hacia la prisa y el ruido, la poesía de San Juan de la Cruz nos ofrece un refugio donde el silencio se convierte en fuente y el vacío en espacio de encuentro. Leerlo hoy es dejarse acompañar por una voz antigua que sabe decir lo que necesitamos: que la serenidad es posible, y que arde, como una llama escondida, en lo más profundo del corazón humano.