Por Leonardo Fabbri Publicado en Cultura atemporal en 26 septiembre, 2025 0 Comentarios
Hay libros que no se limitan a contarnos historias: nos enseñan a sostener la mirada cuando la vida se vuelve áspera. La tragedia —desde las tablas áticas hasta el escenario contemporáneo— nació para eso: para dar forma y lenguaje a lo que duele, y así convertir el dolor en inteligencia práctica.
De Sófocles a Albert Camus la pregunta es la misma: ¿cómo permanecer de pie cuando el mundo no cede? Lejos del consuelo fácil, la tragedia propone una gimnasia del ánimo: reconocer la herida, ordenar la emoción, aprender a elegir aun cuando las opciones sean malas. En ese entrenamiento moral está su vigencia y su poder formativo.
Ante el infortunio, el impulso natural es huir. La escena trágica, en cambio, obliga a ver. El coro ordena, el héroe vacila, la ciudad juzga; y, en ese claroscuro, se aprenden tres hábitos:
Antígona no es temeraria: es rigurosa. Su conflicto no es con la ley en abstracto, sino con un decreto que, al prohibir sepultar a su hermano, desordena lo humano más elemental. Lo dice con una claridad que atraviesa siglos: “No he nacido para compartir el odio, sino el amor.” (Antígona, Sófocles). Esa frase, breve y decisiva, concentra una lección de resiliencia moral: cuando todo empuja al miedo o al rencor, sostener el principio justo preserva la identidad.
Antígona enseña tres cosas útiles para cualquier época: que la conciencia puede oponerse a la utilidad del momento; que la soledad digna no es histrionismo, sino precio de la coherencia; y que la ciudad se cura cuando reconoce sus decretos injustos. Resiliencia, aquí, no es endurecerse: es permanecer veraz en medio de la presión.
Áyax, enceguecido por la humillación, confunde venganza con reparación. Cuando recobra la lucidez, comprende que su furia ha degradado su propio nombre. Su salida —el suicidio— es una derrota humana, pero el drama no termina en su caída: la comunidad discute qué hacer con su memoria. Esa deliberación es un antídoto contra el fatalismo: la ciudad aún puede reparar lo que el héroe rompió en su interior. La resiliencia social consiste en tejer después del desgarrón, dar sepultura, honrar lo bueno, aprender de la herida.
Aislado por una llaga pestilente, Filoctetes encarna al herido expulsado de la ciudad útil. Odiseo y Neoptólemo acuden por el arma imprescindible para Troya, y el drama revela una verdad incómoda: la comunidad necesita a quien ha desechado. La resiliencia, sugiere Sófocles, comienza cuando la ciudad escucha la verdad del dolor y no solo su provecho. Persuadir —no engañar—, reintegrar —no usar—: ese giro ético es civilizatorio. Hoy lo llamaríamos aprender a incluir sin absorber, curar sin apropiarse.
En Edipo rey la resiliencia toma la forma de lucidez despiadada. Edipo investiga incluso cuando intuye que la investigación lo destruirá. Elegir la verdad sobre el autoengaño es su primera victoria. Pero la segunda llega en Edipo en Colono, donde la fuerza ya no es pura inteligencia, sino aceptación trabajada: el viejo rey, ciego y errante, aprende a morar pacíficamente en su límite. Esa transición —de resolver a consentir— es una de las grandes pedagogías trágicas: llegar a un acuerdo digno con lo que no se puede cambiar.
En la tragedia griega el coro no es relleno: enseña a respirar. Repite, comenta, desahoga, hace sitio a la emoción compartida. En sociedades que hoy confunden catarsis con estruendo, el coro recuerda que el duelo tiene medida y forma. La resiliencia social requiere ritual: palabras que sostengan, silencios que honren, cantos que organicen el dolor común. Sin ese ritmo, todo se vuelve grito o cinismo.
Hay versos que valen como brújula. Uno de los más citados del coro de Antígona sintetiza el asombro y el peligro del hombre: “Muchas son las cosas admirables, y nada más admirable que el hombre.” (Antígona, Sófocles). La línea no glorifica sin matiz: también advierte que nuestra creatividad puede construir o devastar. La resiliencia no se improvisa; se educa ordenando la fuerza.
La tragedia griega se obstina en un punto: el exceso (hybris) convoca su castigo. Ese “más allá de la medida” no es solo orgullo titánico; es la sordera a la realidad. Antígona lo enfrenta en Creonte; Áyax, en sí mismo; Edipo, en la ilusión de control. El aprendizaje es común: regresar a la medida, escuchar lo que contradice, atenerse a lo real. Allí nace una forma templada de resiliencia: la que prefiere verdad a triunfo.
Con Camus el idioma cambia, pero la tarea es la misma: dotar de forma pensante a lo insoportable. Si en Sófocles el límite se llama Moira o ley no escrita, en Camus se llama absurdo: la desproporción entre nuestro deseo de sentido y un mundo que no responde. La pregunta ya no es cómo reconciliarse con un orden trascendente, sino cómo no rendirse cuando el orden no comparece.
Camus resume su ética en una imagen simple y ardua: un hombre empuja una piedra que volverá a caer. No hay promesa de resolución, pero sí un método para no derrumbarse: mirar de frente, negarse a mentir y elegir a pesar de todo. La fórmula final es conocida y, en castellano, inconfundible: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz.” (El mito de Sísifo, Camus). No significa ingenuidad; significa que la libertad se juega en cómo llevamos lo inmodificable. La resiliencia, aquí, no viene de esperar consuelos, sino de convertir el gesto repetido en acto de afirmación.
En Calígula, Camus imagina a un emperador que, tras la muerte de Drusila, decide llevar el absurdo a sus últimas consecuencias: si nada tiene sentido, todo está permitido. El resultado es el desierto moral. Camus desmonta así una tentación moderna: confundir verdad con permisividad. La obra funciona como advertencia y como curso intensivo de resiliencia cívica: si el poder decreta el sin-sentido, la resistencia consiste en no ceder el juicio ni la piedad.
Tanto en Sófocles como en Camus, la madurez no consiste en suprimir el mal, sino en elegir bien dentro de lo malo. Antígona entierra sabiendo el costo; Sísifo empuja sin premio; Edipo acepta y guía; los personajes de Camus rehúsan la mentira. El mínimo común denominador de esa ética es un verbo exigente: persistir. Persistir no es obstinarse mecánicamente; es seguir siendo alguien cuando las circunstancias presionan para que seamos cualquiera.
La cultura de la mejora constante sospecha del dolor: lo tilda de fallo, lo relega a lo privado o lo convierte en espectáculo. La escena trágica ofrece otra vía: hacer público el sufrimiento sin explotarlo, darle una forma para que no nos deforme. No es pesimismo; es higiene del ánimo. Al ver a Antígona, a Edipo, a Sísifo, aprendemos que la dignidad no es un resultado, es una manera.
En medio del teatro político de Antígona brilla un recordatorio sobre el origen de las leyes justas. Frente al edicto de Creonte, la joven dice, con una sobriedad que conviene recordar: “No era Zeus quien me lo había prohibido, ni Justicia, que habita con los dioses de abajo, había fijado tales leyes para los hombres.” (Antígona, Sófocles). La resiliencia no es capricho individual: se apoya en medidas que nos anteceden —lo debido a los muertos, la piedad, la equidad— y que resisten a los decretos del momento.
Porque no confunden terapia con literatura, pero curan; no confunden moralismo con juicio, pero disciernen; no confunden consuelo con esperanza, pero animan. Y porque enseñan algo que no caduca: que una vida bien vivida no evita el choque, solo lo convierte en crecimiento. Por eso el lector que cierra a Sófocles y a Camus sale más afinado: ve mejor, nombra mejor, elige mejor.
Imaginemos por un instante una escena mínima: alguien, en una sala silenciosa, vuelve a abrir Antígona o El mito de Sísifo. Afuera el día sigue siendo el mismo, pero por dentro se desplaza una línea: ya no confunde herida con derrota. Entiende que el dolor no es un expediente para la queja ni un pretexto para la dureza, sino una tarea: aprender a ordenar el corazón.
Esa es la promesa de la tragedia cuando se la lee como escuela: no que el mundo nos será favorable, sino que seremos capaces de atravesarlo con una medida más justa, una lucidez más limpia y una alegría más sobria. Entre Sófocles y Camus, esa es la lección que permanece: resistir sin odio, aceptar sin rendirse, persistir sin perder el nombre.