Por Martin Garello Publicado en Cultura atemporal en 29 septiembre, 2025 0 Comentarios
Marco Tulio Cicerón (106–43 a. C.) es recordado como uno de los grandes oradores de Roma, un político que intentó defender la República cuando el poder se concentraba en figuras como Julio César y Marco Antonio. Pero hay una faceta menos visible y quizá más duradera de su legado: la del hombre que, enfrentado al dolor personal y a la ruina pública, recurrió a la filosofía como medicina del alma.
En los últimos años de su vida, tras el asesinato de César y en medio de un clima de violencia, Cicerón escribió tratados donde reflexionaba sobre la muerte, el sufrimiento y la vejez. Textos como Tusculanas, De senectute y De finibus no son especulaciones abstractas: son intentos de vivir con serenidad lo insoportable. En ellos se percibe que la filosofía, lejos de ser un lujo intelectual, puede ser una guía práctica para enfrentar la adversidad con dignidad.
La muerte de su hija Tulia en el año 45 a. C. dejó a Cicerón sumido en una profunda tristeza. La correspondencia que mantiene en esos meses revela a un hombre desolado, sin consuelo suficiente en los ritos o en la compañía de amigos. Esa herida personal lo impulsó a replantear su vida y a sumergirse en la escritura filosófica.
Cicerón no inventa una doctrina original. Retoma a los estoicos, a los epicúreos, a los platónicos y los adapta a la sensibilidad romana. Pero lo hace desde la experiencia viva: no habla como un maestro distante, sino como un hombre herido que busca respuestas. La adversidad deja de ser un obstáculo y se convierte en maestra.
En las Tusculanas Cicerón sostiene que la filosofía cumple con el alma lo que la medicina hace con el cuerpo: cura, fortalece, devuelve el equilibrio. En lugar de negar la tristeza o el miedo, enseña a observarlos y a reconocer que no deben gobernar la vida.
El lector contemporáneo puede reconocer aquí una verdad simple pero necesaria: los problemas no se resuelven acumulando distracciones, sino aprendiendo a pensar con claridad. La filosofía no elimina el dolor, pero impide que éste se convierta en tirano.
“Así como la medicina procura la salud del cuerpo, la filosofía procura la salud del alma. Ella cura la tristeza, extirpa los temores, modera los placeres y destierra la violencia. Sin ella, no hay espíritu capaz de estar en reposo; con ella, ningún golpe de la fortuna puede derribar al hombre. Y así como alabamos al médico que devuelve la salud al enfermo, debemos honrar al sabio que devuelve serenidad al afligido.”
Este pasaje refleja la convicción de que la filosofía no era un adorno cultural, sino una necesidad vital.
Uno de los hilos constantes en los escritos de Cicerón es la distinción entre lo que depende de nosotros y lo que no. La fortuna —el azar, las circunstancias externas— escapa al control humano. Lo que sí depende de cada persona es la virtud: actuar con justicia, templanza, coraje y sabiduría.
Cicerón retoma aquí una enseñanza estoica, pero la hace accesible a su audiencia romana. No importa si el poder cambia de manos, si los enemigos triunfan, si la vejez debilita el cuerpo: la dignidad del hombre radica en su capacidad de responder con rectitud.
En De senectute (Sobre la vejez), escrito en forma de diálogo, Cicerón se opone a la visión que considera la ancianidad como una desgracia. Argumenta que la vejez trae consigo beneficios propios: la calma, la experiencia, la liberación de pasiones desordenadas.
En una sociedad como la nuestra, que tiende a idolatrar la juventud y a despreciar el paso del tiempo, este texto resuena con fuerza. Cicerón recuerda que la vejez no es decadencia, sino una etapa distinta en la que florece la sabiduría.
“Los que sostienen que la vejez es intolerable se equivocan, pues carecen de recursos en su alma. El hombre que ha cultivado la templanza, la justicia y la sabiduría hallará en la vejez un tiempo fecundo. No le faltará fuerza, porque la virtud no envejece; no le faltará compañía, porque la amistad no conoce arrugas. Así, la vida, como una obra bien representada, debe concluir con dignidad, no con lamento.”
Aquí Cicerón no solo defiende la posibilidad de una vejez serena, sino que redefine lo que significa envejecer con grandeza.
La vida de Cicerón estuvo atravesada por la política, pero sus escritos revelan una convicción que va más allá de los vaivenes del poder. Para él, la palabra justa es el mejor legado de un hombre. Incluso en sus discursos más combativos, se percibe una confianza en que el lenguaje puede ser un instrumento de verdad y de justicia.
Esa confianza en la palabra conecta sus tratados filosóficos con su práctica política. En un mundo de violencia y ambición, Cicerón insistió en que hablar bien no es adornar la realidad, sino defender lo verdadero con claridad y valentía.
El final de Cicerón fue trágico: asesinado en el 43 a. C., víctima de las purgas ordenadas por Marco Antonio, pagó con su vida la defensa de sus ideales republicanos. Sin embargo, sus escritos de madurez sobreviven como testimonio de una resistencia que no depende del desenlace externo.
En ellos late la convicción de que el hombre, aunque vulnerable, puede resistir con dignidad. La filosofía es ese espacio de libertad que ningún tirano puede arrebatar.
Más de dos mil años después, sus palabras conservan actualidad. En tiempos de incertidumbre, de crisis sociales y de miedos personales, Cicerón enseña que la serenidad no proviene de negar la realidad, sino de afrontarla con templanza. El verdadero consuelo no es huida, sino fortaleza interior.
Cicerón convirtió la herida en sabiduría y la pérdida en enseñanza. Supo transformar la adversidad en un camino de virtud, recordando que el dolor no es excusa para el derrumbe, sino ocasión para la grandeza.
Su voz, forjada entre derrotas y silencios, sigue resonando como una invitación a vivir con dignidad: no depender de la fortuna, no temer a la vejez, no rendirse ante la tristeza. En un mundo que busca remedios rápidos al sufrimiento, sus palabras nos devuelven a lo esencial: la filosofía como el arte de resistir con serenidad lo que la vida impone.