Por Martin Garello Publicado en Cultura atemporal en 2 octubre, 2025 0 Comentarios
Hablar de Aristóteles es hablar de la columna vertebral del pensamiento occidental. Más de dos mil años después de su muerte, sus escritos siguen acompañando debates en la filosofía, la política, la ética y hasta en las ciencias naturales. Lo extraordinario no es solo la vastedad de su obra, sino su capacidad de seguir interpelándonos: cuando discutimos sobre democracia, justicia, amistad, arte o conocimiento, en algún punto acabamos dialogando con Aristóteles.

Lo que sorprende en él es la pretensión de totalidad. No hubo aspecto de la experiencia humana que no mereciera su atención. Si Platón encarnó el idealismo, Aristóteles buscó siempre el terreno firme de lo empírico: observar, clasificar, comparar, deducir. Desde esa mirada construyó una arquitectura conceptual que aún sostiene gran parte de nuestra forma de pensar.
Aristóteles nació en el 384 a.C. en Estagira, en el reino de Macedonia. Hijo de un médico de la corte, creció en un entorno donde la observación del cuerpo y la naturaleza eran parte de la vida cotidiana. A los diecisiete años llegó a Atenas para estudiar en la Academia de Platón, donde permanecería dos décadas. Allí aprendió la rigurosa disciplina del pensamiento abstracto, pero pronto empezó a chocar con la tendencia de su maestro a priorizar las ideas sobre la realidad sensible.
Platón enseñaba que el mundo verdadero estaba en el ámbito de las formas puras; Aristóteles respondió que ese mundo de ideas no podía existir separado de las cosas. Si hay un “árbol”, no es porque exista una Idea eterna del árbol, sino porque podemos observar troncos, raíces, hojas, ciclos vitales. El joven discípulo encontró en la experiencia concreta la fuente primaria del conocimiento.
De ese contraste nació un principio que marcaría la filosofía occidental: el realismo aristotélico. Para Aristóteles, conocer es comprender cómo están hechas las cosas y qué finalidad cumplen en su contexto. Esta insistencia en la observación lo separó de Platón y le abrió el camino para fundar su propia escuela, el Liceo, donde la filosofía se convirtió en un ejercicio metódico de clasificación y análisis.
Lo que distingue a Aristóteles no es solo lo que pensó, sino la manera en que organizó su saber. Fue, en cierto sentido, el primer gran enciclopedista. Sus escritos abarcan lógica, biología, retórica, política, física, poética y ética, entre muchos otros campos.
Ese afán por cubrirlo todo construyó lo que muchos llaman el primer mapa integral del saber. Aristóteles no inventó cada concepto, pero logró darles un orden que permitió que el pensamiento se transmitiera y desarrollara durante siglos.
Más allá de sus teorías concretas, lo que seguimos heredando de Aristóteles es un método de pensamiento. Frente al dogma, propuso la observación. Frente a la improvisación, la clasificación. Frente a la especulación desarraigada, la búsqueda de causas.
Su célebre idea de las cuatro causas —material, formal, eficiente y final— es todavía hoy una invitación a mirar los fenómenos en varias dimensiones: ¿de qué está hecho algo?, ¿qué forma tiene?, ¿quién lo produce?, ¿para qué existe? Este esquema no es un simple listado, sino un ejercicio de complejidad: obliga a no conformarse con una sola respuesta.
En la actualidad, esa actitud se refleja en la manera en que abordamos problemas científicos y filosóficos. No basta con describir; hay que entender estructuras, procesos y finalidades. Aunque el lenguaje cambió, el impulso sigue siendo aristotélico.
Uno de los terrenos donde su influencia sigue siendo más visible es la política. Aristóteles sostenía que el ser humano es un animal político: no puede alcanzar su plenitud aislado, sino solo en comunidad. La polis no era para él un simple arreglo administrativo, sino el espacio donde se realiza la vida buena.
Su clasificación de regímenes —monarquía, aristocracia y república, con sus respectivas degeneraciones en tiranía, oligarquía y democracia desordenada— aún alimenta debates sobre las formas de gobierno. Más allá de los matices históricos, la enseñanza perdura: la política debe juzgarse por su capacidad de servir al bien común.
En un mundo donde la desconfianza hacia la política es creciente, Aristóteles ofrece una perspectiva incómoda: la comunidad no es un estorbo para la libertad, sino su condición. Ser libre implica también participar en la construcción del orden colectivo.
Si hay un terreno donde Aristóteles sigue siendo actual, es en la ética. Frente a sistemas morales rígidos, propuso una visión dinámica: la virtud no es cumplir un código externo, sino aprender a elegir bien en cada circunstancia.
La clave está en el justo medio: entre la cobardía y la temeridad, la valentía; entre la tacañería y el derroche, la generosidad. La vida buena no se reduce a acumular placeres o bienes materiales, sino a vivir conforme a la razón, en equilibrio y armonía.
Esta concepción lo acerca sorprendentemente a preocupaciones modernas: cómo manejar la ansiedad, cómo tomar decisiones sabias, cómo encontrar equilibrio entre trabajo y descanso. Su ética no es un manual de prohibiciones, sino un arte de vivir.
Sería injusto reducir a Aristóteles a filósofo de la lógica y la política. También fue un agudo observador del arte y la poesía. En su Poética, por ejemplo, analizó la tragedia como una forma de purificación emocional: el catharsis, esa mezcla de temor y compasión que nos transforma al ver representados los destinos humanos.
Esta idea abrió camino a la reflexión sobre el arte como espacio de aprendizaje moral y emocional, no solo de entretenimiento. Desde entonces, toda teoría estética en Occidente ha tenido que dialogar, de un modo u otro, con las intuiciones de Aristóteles.
En las ciencias naturales, aunque muchos de sus datos eran erróneos, su impulso a describir y clasificar fue decisivo. La ciencia moderna, con su método experimental, no hubiera sido posible sin ese antecedente.
La pregunta no es si Aristóteles fue un hombre de su tiempo, con errores y limitaciones, sino por qué, a pesar de ello, seguimos dialogando con él. La respuesta es doble:
Cuando hablamos de ética profesional, de educación ciudadana, de la relación entre ciencia y política, incluso de la necesidad de equilibrio en la vida personal, estamos invocando, aunque sea de manera indirecta, a Aristóteles.
Su figura encarna la convicción de que la filosofía no es un lujo erudito, sino una herramienta para vivir mejor. La filosofía, entendida como ejercicio racional de la vida, nos recuerda que las preguntas más antiguas son también las más actuales.
Hay en Aristóteles una advertencia que incomoda al lector contemporáneo: la vida buena no se improvisa. Requiere disciplina, práctica, hábito. En un mundo acostumbrado a soluciones rápidas, su insistencia en la formación de carácter suena exigente, incluso áspera. Pero es precisamente ahí donde reside su fuerza: nos llama a un esfuerzo constante, a un trabajo interior que no admite atajos.
Aristóteles no nos promete un paraíso fácil ni una respuesta definitiva. Nos entrega herramientas para pensar y nos deja la tarea de aplicarlas. Dialogar con él es aceptar que el pensamiento no termina nunca, que la búsqueda de la verdad y la virtud es inagotable.
Aristóteles sigue siendo actual porque sus preguntas siguen siendo nuestras: ¿qué es una vida buena?, ¿cómo debe organizarse la comunidad?, ¿qué papel tiene la razón en nuestras decisiones?, ¿qué relación guardamos con la naturaleza y con el arte?
Responderlas hoy exige mirar más allá de nuestras urgencias inmediatas y reconocer que no somos los primeros en enfrentarlas. Quizá por eso volvemos a Aristóteles: porque en su mirada amplia, exigente y metódica encontramos un espejo que nos recuerda que el pensamiento no es solo teoría, sino práctica de vida.