Por Marina Duarte Publicado en Cultura atemporal en 3 octubre, 2025 0 Comentarios
Pocas obras han configurado tanto la imaginación de Occidente como la Biblia. No la consideramos aquí como libro de devoción, sino como matriz cultural: un repertorio de historias, ritmos y figuras que atravesó siglos y géneros, del canto lírico a la épica, del proverbio al relato corto, del oráculo simbólico al tratado sapiencial. Leer literatura sin advertir esas huellas es como leer mapas a oscuras.
Este artículo propone un trayecto sobrio: cómo la Biblia formó modos de decir y de imaginar, y cómo ciertas lecturas —entre ellas, la de Borges— mostraron su capacidad de abrir interpretaciones sin convertirla en propaganda ni en dogma.
La Biblia no es un solo libro: es una biblioteca compuesta a lo largo de siglos. Ahí conviven la lírica de los Salmos, la sabiduría de Proverbios y Eclesiastés, la narrativa fundacional del Génesis y del Éxodo, los relatos de Evangelios y Hechos, y la imaginería visionaria del Apocalipsis. Esa pluralidad generó un arsenal formal para la literatura posterior: paralelismos, anáforas, proverbios lapidarios, parábolas breves de altísima densidad simbólica.
Lo decisivo para el escritor moderno no es solo la temática, sino el tono: una economía verbal que condensa sentido en imágenes claras. “Luz/tinieblas, desierto/jardín, alianza/traición, exilio/regreso”: pares que volvieron legibles conflictos humanos universales.
El ritmo hebreo —paralelismo de miembros, repeticiones con variación— dejó una marca en la lírica medieval y renacentista, y sigue percibiéndose en poetas modernos. La parábola bíblica, con su estructura mínima (situación/gesto/enseñanza), modeló el cuento breve mucho antes de que el término existiera. Y expresiones hoy cotidianas (“ser sal de la tierra”, “tiempo de…”, “valle de sombra”) muestran cómo la Biblia entró en la lengua.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora: tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de curar, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de allegar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de alejarse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de callar, y tiempo de hablar.” (Reina-Valera Antigua, Eclesiastés 3:1–7, selección)
Este pasaje muestra el nervio sapiencial que tantos autores imitaron: ritmo, pares en tensión, verdad condensada.
Jorge Luis Borges leyó la Biblia desde la literatura. Le fascinaron la economía verbal de los salmos, el poder del nombre y el ejercicio hermenéutico de la cábala: esa tradición judía que explora niveles de sentido (literal, alegórico, moral, místico) y llega a permutar letras y números. En ensayos de Otras inquisiciones y en relatos como “El libro de arena”, Borges intuye una idea clave: un texto mayor no se agota; genera lecturas.
Su interés por la cábala no fue devocional: estético e intelectual. La Biblia le ofreció un ejemplo de cómo un libro puede contener procedimientos de lectura (parábola, símbolo, énfasis en el nombre) que luego se vuelven formas de escribir. El eco bíblico aparece en Borges de modo lateral: el Aleph como totalidad inabarcable; el Nombre como cifra inaccesible; la genealogía como memoria del mundo. Sin convertirla en bandera, la Biblia fue para él un museo de formas y enigmas.
“Jehová es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento.” (Reina-Valera Antigua, Salmo 23:1–4)
No hace falta creer para reconocer aquí un diseño rítmico y simbólico que la literatura ha reciclado: pastos/aguas, sombra/luz, guía/protección.
El motivo del desierto (prueba y purificación) sostiene relatos de crisis; el de la ciudad (Babilonia/Jerusalén) articula imaginarios de decadencia y redención; la torre (Babel) nombra la soberbia de la técnica; el diluvio cifra regresos a un comienzo moral. Son motores narrativos más que doctrinas: permiten a los escritores decir conflictos humanos en gran angular.
Como escuela de atención. La cábala —en su versión literaria— enseña a mirar la letra: la repetición, la permutación, el énfasis en el nombre. Borges mostró que ese rigor produce sorpresas formales y paradojas fértiles. Para quien escribe o edita, esta disciplina equivale a afinar el oído: menos adjetivo inútil, más palabra justa. Y para quien lee, impide pasar por encima de lo que importa: un verbo, un orden, una imagen.
Porque ofrece formas de ordenar la experiencia —no opiniones coyunturales— y porque su economía verbal resiste el tiempo. El lector contemporáneo, saturado de ruido, encuentra aquí una escuela de claridad: imágenes limpias, palabras justas, estructuras que cargan sentido. Esa es la razón por la que escritores con agendas y credos muy distintos pueden dialogar con la Biblia sin traicionarse.
La Biblia persiste no por imponer creencias, sino por dar forma: al lenguaje, a la memoria, a las tramas que contamos para entendernos. Borges lo intuyó: los grandes libros no se agotan, se multiplican. Este “libro de libros” sigue generando literatura porque nombra con precisión lo humano: comienzo y pérdida, culpa y perdón, extrañamiento y hogar, juicio y misericordia.
Volver a ella como matriz cultural —sin devoción y sin cinismo— es un acto de lucidez: recordar que la palabra bien hecha no adoctrina; ilumina.