Por Marina Duarte Publicado en Cultura atemporal en 25 septiembre, 2025 0 Comentarios
Cuando pensamos en cuentos de hadas, solemos imaginar relatos dulces para niños, llenos de princesas encantadas, castillos y finales felices. Pero en su origen, estos relatos tenían una función muy distinta. Los cuentos de hadas medievales fueron creados como verdaderos manuales de supervivencia, cargados de advertencias y enseñanzas que servían más a los adultos que a los niños.
En sociedades marcadas por la inseguridad, las guerras, las hambrunas y las epidemias, la literatura oral debía transmitir algo más que entretenimiento: debía enseñar a vivir con prudencia, reconocer amenazas y cultivar la resiliencia. Detrás de lobos, brujas y ogros se escondían lecciones de vida práctica y moral que ayudaban a enfrentar la dureza del mundo.
En la Edad Media, la mayoría de la población era analfabeta. Los relatos se transmitían de boca en boca en hogares, plazas o reuniones comunitarias. Los cuentos de hadas funcionaban como una pedagogía narrativa, accesible y memorable.
El folclorista Joseph Jacobs explicó que “los cuentos de hadas son los primeros manuales de conducta, codificados en forma de narración para que fueran recordados y transmitidos”. Esta oralidad aseguraba que, incluso sin acceso a libros, la gente tuviera una memoria cultural compartida que enseñaba cómo actuar frente a situaciones límite.
Así, lo que hoy vemos como una historia fantástica, en la Edad Media podía ser una advertencia seria: no confiar en extraños, cuidar de los niños, valorar la prudencia o desconfiar de los atajos fáciles.
Los personajes de los cuentos medievales no eran simples invenciones para entretener. Eran arquetipos cargados de significado:
En Caperucita Roja, el lobo no solo es un animal peligroso, sino la advertencia sobre la ingenuidad frente a los depredadores sociales. En Hansel y Gretel, la casa de dulces enseña que las promesas demasiado atractivas esconden riesgos fatales.
Estos símbolos se repetían porque cumplían una función educativa: ayudar a los adultos a sobrevivir en un mundo incierto y, al mismo tiempo, preparar a los jóvenes para enfrentarse a las dificultades de la vida real.
Los cuentos medievales eran mucho más crudos de lo que conocemos en las versiones suavizadas de los Hermanos Grimm o de Disney. La violencia y el dolor no se ocultaban, porque formaban parte de la vida cotidiana.
En La Cenicienta, las hermanastras, en versiones tempranas, llegan a cortarse los dedos de los pies para entrar en la zapatilla de cristal. En Blancanieves, la reina es condenada a bailar con zapatos de hierro al rojo vivo hasta morir. Estas escenas hoy parecen inaceptables, pero en su tiempo eran lecciones: el mal termina pagando sus actos, y la injusticia se corrige con firmeza.
El crítico literario Bruno Bettelheim, en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, señaló que “los cuentos dan forma y sentido a las ansiedades más profundas, permitiendo enfrentarlas en la imaginación para poder superarlas en la realidad”.
El sufrimiento, entonces, no se evitaba ni se ocultaba. Se representaba como parte inevitable de la existencia, y al mostrar cómo los héroes lo superaban, el relato ofrecía esperanza y resiliencia.
En la Edad Media, sobrevivir exigía más que fuerza física: requería prudencia, astucia y capacidad de negociación. Los cuentos enseñaban justamente eso.
El mensaje era claro: no basta la valentía, es necesaria la inteligencia práctica para sobrevivir.
Además de la enseñanza práctica, los cuentos tenían una carga espiritual y moral. Muchos de ellos reflejaban valores cristianos de la época: la humildad frente al orgullo, la recompensa de la virtud frente a la codicia, la importancia de la fidelidad y la esperanza.
El teólogo C.S. Lewis observó que “los mitos y cuentos que perduran lo hacen porque contienen una verdad que trasciende su contexto inmediato”. En efecto, los relatos medievales, aunque envueltos en fantasía, transmitían principios universales sobre el bien y el mal, sobre la justicia y la responsabilidad.
De este modo, escuchar un cuento no era solo un pasatiempo: era un ejercicio de formación espiritual y comunitaria, que reforzaba la cohesión social y la transmisión de valores.
En la actualidad, los cuentos de hadas parecen relegados al ámbito infantil o a la industria del entretenimiento. Sin embargo, su fuerza simbólica permanece. Siguen enseñando, aunque muchas veces no nos demos cuenta.
En un mundo dominado por la inmediatez y el consumo, recuperar la lectura de estos relatos en su versión original nos recuerda que la ficción puede ser una escuela de vida, no solo una forma de evasión. Nos enseñan a afrontar la adversidad, a desconfiar de las promesas fáciles, a valorar la astucia y a mantener la esperanza incluso en medio de la oscuridad.
Los cuentos de hadas medievales fueron mucho más que relatos para pasar el tiempo. Fueron manuales de supervivencia envueltos en metáforas, lecciones transmitidas de generación en generación para enseñar prudencia, fortaleza y resiliencia.
Leídos con ojos atentos, siguen siendo hoy lo que fueron para los adultos medievales: mapas simbólicos para atravesar la vida con sabiduría y coraje.
Anterior Siguiente