Por Leonardo Fabbri Publicado en Cultura atemporal en 25 septiembre, 2025 0 Comentarios
Pocos libros han modelado con tanta fuerza la imaginación de Occidente como La Divina Comedia. No porque describa un “más allá” pintoresco, sino porque traza el itinerario de una conciencia en movimiento.
El viaje de Dante no es turismo metafísico: es una cartografía de la culpa, la purificación y la alegría, ordenada con una precisión que convierte la experiencia poética en método de conocimiento. Por eso su lectura sigue interpelándonos. En un tiempo de desplazamientos vertiginosos —geográficos, laborales, digitales—, el poeta florentino recuerda que no todo movimiento es viaje. Viajar, en Dante, significa convertirse.
El poema comienza con un diagnóstico moral: la “selva oscura” es la confusión de quien ha perdido el camino recto. No hay avance posible sin reconocer el extravío. Antes que teología o política, la Comedia abre con una experiencia humana universal: estar desorientado.
Y lo primero que enseña Dante es que el movimiento ciego no cura la desorientación; la agrava. Se requiere una guía. Aparece Virgilio, símbolo de la razón y la poesía clásica, para conducir el descenso. La elección del guía subraya una idea fecunda: la tradición puede ser faro en el presente.
El Inferno, el Purgatorio y el Paraíso no son meros escenarios. Son una geografía moral. Cada paisaje encarna una forma de desorden o de armonía interior. En el Infierno, la arquitectura circular y descendente expresa el peso creciente del mal no arrepentido; en el Purgatorio, la montaña escalonada simboliza el trabajo gradual de la purificación; en el Paraíso, la expansión luminosa revela el gozo de un orden finalmente integrado.
El espacio enseña lo que las palabras luego desarrollan: somos moldeados por nuestros amores. Donde el amor se tuerce, aparecen las deformaciones del deseo; donde se ordena, emerge la libertad.
Dante instala una ley paradójica que recorre toda gran literatura sapiencial: descender para ascender. El héroe baja a donde no quiere mirar —culpa, heridas, autoengaños— para poder subir con verdad. No hay atajo. La pedagogía del poema es rigurosa: ver, reconocer, nombrar, dolerse, pedir guía. Solo así se rompe el hechizo de la autosuficiencia.
Esta dinámica vuelve actual la obra. En un presente que glorifica la optimización sin conflicto, Dante afirma que la madurez requiere atravesar la sombra. No hay edición rápida de la culpa; hay enmienda, aprendizaje, paciencia.
La Comedia es un laboratorio verbal. Cada canto afina la mirada y la lengua, porque comprender el mal demanda precisión de nombres: avaricia no es lo mismo que prodigalidad; ira no equivale a justa indignación; amor no se confunde con capricho. Esta decantación semántica permite ordenar la experiencia. Al lector contemporáneo le ofrece un antídoto contra la confusión de etiquetas: entender el mundo exige distinguir.
Dante no camina solo. Primero, la razón poética de Virgilio: lucidez, medida, memoria clásica. Luego, la visión de Beatriz: inteligencia amorosa que ve más hondo y conduce a lo alto. No hay rivalidad, hay tránsito. Dante sugiere que el conocimiento progresa por mediaciones sucesivas: la razón despeja, la caridad eleva. En términos existenciales, el itinerario dice: pensar bien es imprescindible, pero solo el amor ordenado completa la comprensión.
Entre el castigo inerte del Inferno y la dicha del Paraíso, el Purgatorio es la zona de la esperanza laboriosa. Aquí se sube, pero cada cornisa corrige un desorden del amor: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula, lujuria. La pedagogía es transparente: no basta con “dejar de hacer” el mal; hay que educar el querer. Por eso el Purgatorio es el reino del canto, de la amistad, de la oración compartida: el yo solo no se arregla a sí mismo; necesita comunidad, memoria y gratitud.
Muchos lectores temen el Paraíso por su abstracción, pero Dante lo compone como una música de inteligencias y afectos. Cada esfera es una variación de la alegría: doctores, mártires, contemplativos, políticos justos; todos vibran según la medida de su amor. No hay igualdad plana, hay armonía jerárquica: cuanto más se ama lo que debe amarse, más se participa del gozo. La lección es clara y actual: la alegría humana no crece añadiendo estímulos, sino ordenando el corazón.
La Comedia no esquiva la historia. Dante coloca en el Inferno y el Purgatorio a personajes públicos para mostrar que las decisiones políticas son actos morales con consecuencias. No convierte el poema en panfleto; lo convierte en examen de conciencia cívico. La libertad no es capricho; es capacidad de elegir el bien en lo personal y en lo social. Para tiempos saturados de consignas, esta perspectiva devuelve profundidad: antes de los slogans hay responsabilidad.
La técnica métrica del terza rima produce una sensación de avance continuo: rima que llama a otra rima, verso que engarza el siguiente. La forma se vuelve ritmo de ascenso. En cada encabalgamiento se oye el esfuerzo de subir la montaña, la respiración del peregrino. Dante recuerda que el estilo no es adorno: la forma es también pensamiento.
El viajero dantesco no mira como turista. Mira como discípulo. Aprende a regular su mirada —sin morbo, sin indiferencia— para ver la verdad de lo que sucede. Frente a los espectros del Infierno, sabe retirar los ojos; frente a los hermanos del Purgatorio, se detiene; en el Paraíso, reconoce que la luz excede la pupila. La pedagogía visual es ética: cómo miramos decide cómo vivimos.
El núcleo simbólico del viaje dantesco —extravío, guía, descenso, purificación, plenitud— reaparece en relatos contemporáneos cuando son fieles a la experiencia humana básica. Pensemos en historias donde la travesía exterior acompaña una transformación interior: diarios de viaje que se convierten en examen de vida, novelas de supervivencia donde el héroe aprende a ordenar sus deseos y películas en que un personaje abandona la inercia para asumir responsabilidad. Sin necesidad de listar franquicias ni modas, se reconoce un patrón: la obra perdura cuando no reduce el viaje a espectáculo, sino cuando lo convierte en escuela del carácter.
En términos técnicos, los arcos narrativos eficaces retoman tres leyes dantescas: 1) el reconocimiento inicial del extravío; 2) la mediación de un guía o comunidad; 3) la prueba que obliga a elegir entre comodidad y verdad. Allí donde esto ocurre, incluso en un contexto moderno, resuena el molde de Dante sin depender de coyunturas ideológicas.
Del poema se desprenden principios útiles, aplicables sin necesidad de compartimentos doctrinales:
En la cúspide del viaje aparece Beatriz, rostro del bien amado que integra saber y gozo. Su función no es sentimentaloide: es intelectiva. Ella ve y, al ver, enseña. La culminación del itinerario no es una emoción súbita, es una claridad amorosa en la que la voluntad se alinea con la verdad. En ese equilibrio, Dante encuentra paz.
La Comedia no invita a nostalgia, invita a continuidad creativa. Usa la tradición clásica y cristiana como palanca para leer su presente convulso y, al hacerlo, fabrica un lenguaje nuevo. De ahí una lección para cualquier época: no hay que cancelar el pasado ni absolutizarlo. Hay que dejarse enseñar por él para poder decir algo verdadero ahora.
No hace falta moverse de ciudad para vivir lo que Dante describe. La selva oscura puede ser un trabajo que nos ahoga, una relación rota, una dispersión crónica. El guía puede ser un maestro, un libro, una amistad franca. El descenso es la revisión honesta de los hábitos, la enmienda de la palabra, el perdón pedido y dado. La subida es una constancia humilde: ordenar el día, cuidar el deber, agradecer. El paraíso, en la tierra, son los momentos de alegría limpia cuando el corazón y la verdad coinciden.
Leído así, Dante se convierte en gimnasia del juicio: distinguir afectos, gradar responsabilidades, reconocer la sed de belleza y de bien. Esta gimnasia preserva de dos extremos igualmente empobrecedores: el moralismo que asfixia y el relativismo que vacía. El poema enseña a pensar con caridad y a amar con inteligencia.
Tal vez por eso el viaje de Dante no envejece. Porque ofrece una brújula cuando el mapa confunde. Porque ordena el desorden sin negar la herida. Porque enseña que subir no es acumular, sino ordenar el amor. Y porque recuerda, al lector que cierra el libro y vuelve a su día, que toda vida —humilde o ilustre— puede trazarse con la misma ley del poema: reconocer la selva, pedir guía, atravesar la sombra, educar el deseo y abrirse a una alegría que no depende del ruido del mundo, sino de la verdad que, silenciosa, lo mueve todo.