Por Leonardo Fabbri Publicado en Cultura atemporal en 29 septiembre, 2025 0 Comentarios
Llamo “entrenamiento de la mente” a la disciplina que sus ficciones suscitan en el lector: aprender a nombrar con exactitud, a distinguir niveles (lo posible, lo probable, lo verosímil), a sospechar de los absolutos y a amar la forma porque la forma piensa. Borges, que exploró laberintos, espejos, bibliotecas infinitas, teólogos heréticos y detectives fatigados, no nos deja iguales: nos devuelve más atentos, más austeros con las palabras, menos crédulos ante lo espectacular.
A continuación, propongo un mapa de lectura —no exhaustivo, pero sí operativo— para convertir sus cuentos en una pequeña escuela de pensamiento.
Para Borges, la paradoja no es un adorno literario ni un juego de ingenio: es una herramienta de conocimiento. Su fuerza radica en mostrar que la razón se afina cuando se enfrenta a lo aparentemente imposible, obligándonos a revisar lo que damos por supuesto.
En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, una enciclopedia ficticia acaba infiltrándose en el mundo real, demostrando que la ficción puede imponerse sobre la realidad. En Pierre Menard, autor del Quijote, Borges ilustra cómo un texto idéntico cobra significados distintos según quién lo escribe y en qué época. Y en El jardín de senderos que se bifurcan, el tiempo se revela como un entramado de bifurcaciones infinitas, no como una línea única. En todos estos relatos, la paradoja funciona como un método para ampliar los límites del pensamiento.
“Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase ‘todos los aspectos’ es inadmisible, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural ‘los pretéritos’, porque supone otra operación imposible. Una de las escuelas de Tlön llega al extremo de negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.” (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius)
En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges convierte un relato fantástico en un laboratorio de metafísica narrativa. Un mundo ficticio descrito con minuciosidad enciclopédica comienza a filtrarse en el nuestro, hasta hacerlo tambalear. La paradoja es inquietante: lo inventado se impone a lo real cuando se asume colectivamente.
El relato explora el poder del lenguaje y los sistemas de pensamiento para modelar la realidad. En Tlön, los objetos nacen de la voluntad, el hábito o la imaginación, porque el idioma mismo descarta la noción de sustancia material. Al adoptar ese lenguaje, los hombres terminan aceptando también esa ontología. Borges advierte así contra los sistemas cerrados que pretenden explicarlo todo y nos recuerda que las palabras, repetidas hasta volverse hábitos, se confunden con leyes de la naturaleza.
“El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. El lenguaje de Tlön se presta para esta visión: en él no hay sustantivos. Hay adjetivos impersonales, modificados por sufijos (o por prefijos) de valor adverbial. Por ejemplo, no dicen ‘la luna se alza sobre el río’ sino ‘sobre ríos aluniza’. En ocasiones los sustantivos son formados por acumulación de adjetivos. Un ejemplo es el de la palabra que corresponde a luna: es translúcido-cielo-redondo-nocturno. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace que la metafísica de Tlön ignore la realidad de la materia: para sus hombres, el universo es una serie de procesos mentales que se repiten y se transforman.” (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius)
El universo concebido como una biblioteca infinita que contiene todos los libros posibles es quizá la metáfora más descomunal de Borges. La paradoja es inmediata: si todo ya está escrito, el problema no es producir, sino discernir. Entre la obsesión del bibliotecario fanático y la desesperación del nihilista, Borges propone una actitud distinta: la humildad activa de quien sabe que lo absoluto lo excede, pero aún así persiste en la búsqueda razonada, por medio de catálogos, conjeturas y descartes.
Este relato encierra una ética del conocimiento. La lectura, en un cosmos donde nada falta ni sobra, deja de ser acumulación y se vuelve un ejercicio de método: plantear hipótesis, comprobarlas, aceptar errores y aprender de ellos. El infinito no se conquista, se habita. En este sentido, Borges ofrece un antídoto contra la soberbia intelectual y una invitación a la disciplina crítica.
“El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el centro, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos estantes por lado, cubren todos los muros menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto.” (La biblioteca de Babel)
Menard no copia a Cervantes: lo reescribe. Su Quijote, idéntico palabra por palabra, es radicalmente distinto porque nace de otro horizonte cultural e intelectual. Borges no sugiere un relativismo fácil, sino una ética de la lectura: interpretar es situar, y situar exige esfuerzo, conocimiento y rigor.
Este cuento es una advertencia contra el hábito contemporáneo de citar sin leer, de repetir frases fuera de su entramado. Menard enseña que comprender un texto significa insertarlo en su historia: en la vida del autor, en sus bibliotecas, en la red de ideas que lo sostienen. La paradoja aquí no destruye la verdad; la hace más precisa, porque nos recuerda que todo significado depende del lugar y del tiempo en que se inscribe.
“El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.) Es lícito comparar la labor de Menard con la de Cervantes: éste escribió el Quijote en principio para entretener a sus contemporáneos, y el otro para componer el Quijote de principios del siglo XX. Que su empresa sea inútil no la invalida; basta recordar que la historia, madre de la verdad, es también madre de la fábula.” (Pierre Menard, autor del Quijote)
En este relato, el tiempo no es una línea recta que avanza sin retorno, sino un ramal que se abre infinitamente. Borges transforma una intriga policial en una meditación filosófica: cada decisión no borra las demás posibilidades, sino que las multiplica en universos paralelos. Pensar el contrafáctico —“qué habría pasado si…”— no es un pasatiempo de evasión, sino un método para reflexionar sobre consecuencias y responsabilidades.
Leer El jardín de senderos que se bifurcan es aprender que cada elección abre un mundo y cancela otros. El lector se convierte en explorador de caminos posibles, y la mente se ejercita en imaginar las alternativas que quedaron atrás. Borges ofrece aquí un entrenamiento en claridad y responsabilidad: educar la mente es también entrenarla en reconocer lo que pudo ser y no fue.
“En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, éste puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.” (El jardín de senderos que se bifurcan)
La memoria absoluta convierte el mundo en una pesadilla de detalles. Funes no puede abstraer; carece de descanso conceptual. Borges invierte el elogio de la memoria para enseñar un punto decisivo: olvidar es parte de conocer. Sin categorías, el pensamiento se atora. En tiempos de sobreinformación, el cuento es un antídoto: saber filtrar no es negligencia; es inteligencia.
Publicado en 1942 dentro de la colección Ficciones, “Funes el memorioso” es uno de los relatos más comentados de Borges. Inspirado en un joven uruguayo que el autor conoció, el personaje de Ireneo Funes representa la hipérbole de la memoria perfecta. Tras un accidente, adquiere la capacidad de recordar cada detalle vivido, cada forma, cada matiz. Pero lejos de convertirse en un superhombre, Funes se transforma en un prisionero de su mente. La narración es, en el fondo, una reflexión sobre los límites de la inteligencia y la necesidad de olvidar para poder pensar.
“Su percepción y su memoria eran infalibles. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. ” (Ficciones, 1942).
El detective Lönnrot persigue un patrón cabalístico y termina donde el asesino quería. Moraleja sin moralina: la inteligencia sin proporción es vulnerable. “Ver” figuras no prueba que las figuras existan; el sesgo de confirmación no es invención de psicólogos modernos, ya está en Borges. Entrenarse con este cuento implica practicar una pregunta defensiva: ¿qué hipótesis alternativa explica mejor los hechos con menos supuestos?
Publicado en 1942 dentro de Ficciones, este cuento es considerado una parodia y a la vez un homenaje al género policial. Borges se aparta del modelo clásico de Edgar Allan Poe y de Conan Doyle, en el que la razón del detective siempre se impone, para mostrar el reverso: la inteligencia, cuando se deja arrastrar por la obsesión de encajar patrones, puede ser presa fácil de la manipulación. El asesino Scharlach fabrica un laberinto lógico que Lönnrot, con excesiva confianza en su rigor, no logra cuestionar. El relato se convierte así en una advertencia contra la lógica acelerada y sin prudencia.
“—Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En ese laberinto se perdieron tantos filósofos que al fin dio con él un hombre, un dios tal vez. En el laberinto de la línea recta te he perdido, Lönnrot, y en la recta que conduce a la quinta forzosa te aguarda la muerte.” (Ficciones, 1942).
El Aleph es “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares”. La visión total anula la perspectiva humana. Borges inocula un escepticismo sano hacia la pretensión de totalidad: conocer es aceptar límites, no idolatrar panoramas absolutos. El lector aprende a preferir verdades parciales, comprobables, a iluminaciones que, por abarcarlo todo, no sirven para nada.
“Vi el Aleph, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe.”
Basta esa frase para intuir el vértigo: la totalidad no es humana; el orden vuelve a estar del lado de la finitud.
Publicado en 1945, El Aleph es uno de los relatos más célebres de Borges. Narra cómo el protagonista descubre, en un sótano de la calle Garay en Buenos Aires, un punto que contiene todos los lugares del mundo vistos desde todos los ángulos. La paradoja es central: la visión absoluta, en vez de clarificar, provoca vértigo y confusión. Borges convierte así la obsesión humana por el conocimiento total en un espejo de sus límites: lo infinito es incomprensible para lo finito.
“Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos.” (El Aleph, 1945).
Un sacerdote azteca prisionero adivina un texto divino en el pelaje de un jaguar. Cuando al fin comprende la frase que salvaría al mundo, elige callarla. Aquí Borges sugiere una ética de la contención: no todo hallazgo merece propaganda; hay saberes que se honran con el silencio. El lector aprende una lección extrañamente práctica: medir la palabra.
Publicado en El Aleph (1949), este cuento coloca al lector en un universo cargado de simbolismo. El protagonista, el sacerdote Tzinacán, último sobreviviente de un linaje sagrado, es encarcelado por los conquistadores españoles. En medio de la soledad y el encierro, contempla el jaguar que lo acompaña y descubre en su piel las inscripciones divinas: la escritura del dios, una frase que contiene la clave para liberar y transformar al mundo. El relato plantea la paradoja de que el conocimiento absoluto, cuando se alcanza, no conduce necesariamente a la acción, sino al silencio reverente.
“Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). Vi la Escritura que el dios guardaba en la piel del jaguar, vi la fórmula que contiene catorce palabras casuales (que parecen casuales) y que son la clave del poder supremo. Comprendí que había encontrado la Palabra y que, al pronunciarla, sería omnipotente. Pero también comprendí que no debía pronunciarla. Sentí que mi destino era el silencio.” (El Aleph, 1949).
Incluido en El Aleph (1949), el cuento sigue a un soldado romano que busca el río de la inmortalidad. Lo encuentra, pero descubre una humanidad convertida en piedra: sin límite temporal todo se confunde, los actos pierden peso moral y la identidad se disuelve. Borges invierte el mito: lo que da sentido a la vida no es durar para siempre, sino terminar. La finitud vuelve responsables nuestras decisiones; la eternidad, en cambio, las indiferencia.
El narrador comprende que la inmortalidad no eleva al hombre, lo paraliza: si todo tiempo está disponible, nada urge y nada importa. Los inmortales vagan sin interés por la belleza ni por el conocimiento, porque sin término no hay elección significativa. Allí donde no existe el riesgo de perder, tampoco existe la alegría de elegir. De ese aprendizaje nace la lección central del cuento: amar la medida humana. La muerte no es un castigo, sino la forma que tiene la realidad de devolverle gravedad a nuestras acciones.
“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He conversado en los desiertos con inmortales, he vivido siglos que parecieron instantes, y he comprendido que la eternidad no eleva, sino que aplasta. El tiempo infinito convierte en indiferente todo acto; lo noble y lo vil, lo heroico y lo cobarde, acaban por confundirse. Así aprendí que solo la medida del hombre otorga peso y sentido a las cosas. (El Aleph 1949)
Publicado en Ficciones (1944), adopta la forma de un ensayo erudito sobre el teólogo ficticio Nils Runeberg. Por inversión teológica, Judas no sería el villano definitivo, sino el instrumento extremo del sacrificio: si el Verbo se rebajó hasta la condición humana, nada impediría pensar que descendió hasta la infamia. Borges no canoniza la tesis: usa la herejía como método, para revelar puntos ciegos de la ortodoxia y entrenar una inteligencia que no confunda dogma con pereza mental.
Las “tres versiones” funcionan como espejos que fuerzan a la teología a mirarse desde ángulos impensados. No hay panfleto ni blasfemia gratuita, sino un experimento intelectual: mover el foco hacia el traidor para medir cuánto resiste la lógica de la Encarnación. El resultado no es una nueva doctrina, sino una pedagogía de la lectura: no moralizar de inmediato, separar con rigor lo posible de lo verosímil, y admitir que muchas certezas descansan en hábitos de interpretación. Pensar por inversión no destruye la fe; destruye la pereza.
“Dios, sostiene Runeberg, se hizo completamente hombre, pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, no bastaba que se hiciera carne y compartiera nuestra fragilidad; era necesario también que asumiera lo innoble, lo oscuro, lo que los hombres abominan. Judas Iscariote encarnó esa parte del sacrificio. Su delación no fue simple traición, sino participación radical en la obra divina. Así, el Redentor cargó con toda la ignominia del mundo y el discípulo fue el verdadero ejecutor del sacrificio.” (Ficciones 1944)
En El Aleph (1949), Emma planifica una venganza contra Loewenthal, a quien responsabiliza de la ruina de su padre. Para que la policía crea su versión, construye verosimilitud: prepara pruebas, escenas y un relato que “cierre”. El remate es demoledor: la historia que cuenta es “increíble”, pero “sustancialmente cierta”. Borges expone el choque entre verdad fáctica (lo comprobable) y verdad moral (lo justo), y muestra el riesgo ético de manipular la primera para servir a la segunda.
Emma entiende que la justicia no basta con tener razón: hay que parecer tenerla. Calcula fríamente cada paso para que su versión sea aceptada sin fisuras. Al final, Borges deja al lector en una zona ambigua: la venganza satisface una verdad moral, pero se consuma gracias a una mentira eficaz. ¿Puede la justicia apoyarse en el engaño sin corromperse? El cuento no resuelve; entrena. Exige distinguir niveles de verdad y asumir que la verosimilitud —cuando sustituye a los hechos— es tan poderosa como peligrosa.
“La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Emma Zunz narró con detalle los hechos, mezclando invención y verdad. Declaró haber sido víctima de Loewenthal, y en su voz quebrada resonaba una sinceridad inapelable. Los policías, aturdidos por el llanto y por la precisión del relato, aceptaron cada palabra. Nadie dudó. Y así la justicia de su causa se consumó bajo el disfraz de una mentira eficaz, en la que lo falso y lo verdadero se confundieron sin remedio.” (El Aleph 1949)
Borges no promete consuelo ni redención; ofrece lucidez. En un tiempo que confunde ruido con pensamiento y ocurrencia con inteligencia, sus cuentos devuelven el gusto por la medida, la exactitud y la ironía sobria. No vuelven más cínico al lector: lo vuelven más cauteloso, más atento, más humano. Tal vez ese sea el verdadero jardín que se bifurca en sus páginas: no el de las tramas, sino el de nuestras maneras de leer y de vivir. Aprender a moverse en el laberinto del mundo con palabras justas, preguntas persistentes y decisiones limitadas pero libres es la brújula borgiana que aún nos guía.