Por Martin Garello Publicado en Cultura atemporal en 29 septiembre, 2025 0 Comentarios
Guerra y paz, publicada entre 1865 y 1869, es mucho más que una novela histórica. A primera vista, narra los destinos cruzados de familias rusas durante las guerras napoleónicas. Pero debajo de los cañones y de los bailes cortesanos late un proyecto mayor: explorar la condición humana en medio del caos, examinar cómo los individuos buscan orientación en un mundo que oscila entre el azar y la necesidad.
Lejos de ser un monumento inalcanzable, Guerra y paz habla al lector contemporáneo con una claridad sorprendente. Tolstói nos recuerda que las grandes batallas de la historia no se entienden sin las pequeñas batallas interiores: la tentación del orgullo, la confusión del amor, la debilidad ante la duda, el coraje de ser fiel a lo justo.
Tolstói entrelaza con maestría dos dimensiones: la pública, marcada por la política y la guerra, y la privada, hecha de emociones, pasiones y decisiones personales. La obra muestra que la historia universal no avanza por los decretos de los grandes hombres, sino por la acumulación de actos cotidianos de miles de individuos.
En este sentido, los personajes no son simples figuras literarias: se convierten en espejos. Pierre Bezújov, Natasha Rostova, el príncipe Andréi Bolkonski no son héroes lejanos; son seres vulnerables que buscan sentido, tropiezan, se equivocan, y a veces descubren una claridad inesperada.
Pierre, el heredero torpe y bondadoso, encarna el dilema del hombre moderno: posee riqueza y posición social, pero carece de dirección interior. Pasa de la disipación juvenil a los arrebatos idealistas, de la masonería a la desilusión, de la desesperación al hallazgo de una verdad sencilla en medio del sufrimiento.
En su cautiverio, descubre que la libertad no depende de las circunstancias externas, sino de la fidelidad a la conciencia. Su itinerario revela que el auténtico combate se libra en el interior: no dejar que el caos externo destruya la dignidad personal.
“Se dio cuenta de que la vida no se acababa con la muerte, ni se reducía a la felicidad o a la desgracia, sino que tenía un sentido. Aquello que le había causado su mayor sufrimiento, lo que lo había llevado casi a la desesperación, se le presentaba ahora como fuente de alegría y tranquilidad. Comprendió que lo más importante no estaba en las circunstancias, sino en la serenidad con que se las acepta, y que en esa aceptación se hallaba la verdadera libertad.”
El príncipe Andréi encarna la nobleza herida. Busca gloria militar y reconocimiento, pero la guerra le muestra la fragilidad de esos sueños. Al contemplar el cielo antes de la batalla de Austerlitz, tiene una epifanía: la vida es más grande que la vanidad de los hombres. Su recorrido es una advertencia contra la idolatría del éxito, y una invitación a redescubrir la grandeza en lo sencillo: la familia, el amor, el deber cumplido sin ostentación.
Natasha aparece primero como la joven ingenua, deslumbrada por la música y el romance. Su caída —la traición a su prometido y el dolor del fracaso— no la destruye, sino que la purifica. Con el tiempo, aprende que amar no es dejarse arrastrar por la pasión, sino elegir la fidelidad en medio de la prueba. En ella, Tolstói muestra que la madurez surge del dolor transformado en sabiduría.
Las batallas descritas por Tolstói, desde Austerlitz hasta Borodinó, no son simples episodios militares. Cada enfrentamiento es un espejo de las luchas íntimas: la incertidumbre, el miedo, la esperanza, la necesidad de decidir en medio del caos.
La narración desmonta la idea del “gran hombre” como motor de la historia. Napoleón, lejos de ser un genio omnipotente, aparece como un hombre limitado, ridículo a veces, incapaz de controlar los azares que deciden una batalla. La verdadera fuerza no está en él, sino en el pueblo que resiste y en quienes saben dar sentido al sufrimiento.
“Durante la batalla, cada hombre veía apenas un fragmento: humo, gritos, el rostro del enemigo, el peso insoportable de la fatiga. Nadie comprendía el conjunto. El plan de los generales se disolvía en la confusión de miles de acciones pequeñas. Comprendió entonces que no existe voluntad capaz de abarcarlo todo, y que la historia no la escriben los grandes nombres, sino la multitud de hombres que luchan, sufren y perseveran.”
Tolstói enseña que la verdadera guerra no es la que se libra en los campos de batalla, sino la que cada ser humano sostiene dentro de sí mismo. Sus personajes recuerdan que la victoria más alta no está en la conquista de territorios, sino en la conquista de la propia alma: resistir al egoísmo, perseverar en la verdad, no dejar que el dolor convierta en resentimiento lo que puede ser sabiduría.
En un mundo obsesionado con la velocidad y el éxito, Guerra y paz ofrece un recordatorio esencial: la vida se juega en lo común, en la fidelidad cotidiana, en la humildad que reconoce límites. Tolstói no embellece la guerra ni idealiza a sus héroes; los devuelve humanos, frágiles y por eso más cercanos.
Quizá esa sea la gran enseñanza: no hay paz sin guerra interior, y no hay victoria auténtica sin haber vencido primero en lo secreto del corazón. Leer a Tolstói es aprender que la grandeza no se mide en gestas espectaculares, sino en la silenciosa valentía de vivir con dignidad lo ordinario.